
Este viernes 31 de octubre, en cada vez más rincones del mundo, se celebra Halloween. Pero el origen de este festejo se aleja muchísimo de lo que hoy conocemos.
Hace más de dos mil años, los pueblos originarios de Irlanda, los celtas, celebraban Samhain (pronunciado sow-un), una palabra gaélica que significa “fin del verano” y que también da nombre al mes de noviembre.
Samhain no era una noche de “dulce o truco” y disfraces de nylon, sino el cierre de un ciclo vital: el final de la cosecha y el comienzo del invierno.
Era un momento liminal, un umbral entre mundos, en donde el velo entre vivos y muertos se afinaba.
Los aldeanos celebraban esta noche honrando a sus ancestros, con grandes hogueras, bailes y comida. Era la última gran fiesta previo a guardarse en sus casas para pasar el frío y silencioso invierno.
Para los antiguos celtas, comunicarse con “los que nos precedieron” implicaba hacerlo tanto con espíritus benévolos como con otros más inquietantes.
Para protegerse, las personas se cubrían con pieles y cabezas de animales, buscando confundirse con los espíritus.
De allí nacen los disfraces, y también la costumbre de ofrecer comida y bebida a las almas que visitaban el mundo de los vivos.
Con el tiempo, esta práctica sobrevivió a la Edad Media, donde se ofrecían soul cakes —pequeños pasteles redondos con nuez moscada y canela— a cambio de canciones y oraciones por los muertos.
Era una forma de sostener el vínculo entre el mundo visible y el invisible.
Con la expansión del cristianismo por Europa, la Iglesia buscó absorber los antiguos ritos paganos.
En el siglo VIII, el papa Gregorio III trasladó el Día de Todos los Santos (All Hallow’s Day) del 13 de mayo al 1 de noviembre, en un intento de superponerlo a Samhain.
Así, la víspera —All Hallows’ Eve— se transformó lentamente en Halloween.
El fuego comunitario se volvió dogma.
El rito natural se convirtió en calendario litúrgico.
La muerte, que antes era parte del ciclo, pasó a ser tabú.
Siglos después, con la migración irlandesa a Estados Unidos en el siglo XIX, Halloween cruzó el Atlántico y empezó su metamorfosis moderna: primero fue una celebración rural, luego una fiesta comunitaria, y hacia mediados del siglo XX, una marca registrada.
Hollywood hizo su parte: brujas dulces, fantasmas amistosos, calabazas sonrientes, merchandising.
El miedo ancestral se transformó en producto; la oscuridad, en estética.
Lo que alguna vez fue un rito de transformación se volvió una industria del entretenimiento.
Incluso el acto de tallar nabos —un antiguo gesto simbólico de Samhain— fue reemplazado por calabazas naranjas producidas en masa.
Y en los años ochenta, cuando las cerveceras buscaron apropiarse de nuevas fechas comerciales, Halloween se convirtió también en una fiesta adulta, sexualizada y patrocinada.
Elvira fue su emblema. Coors Light, su mecenas.
Samhain nos invita a recordar que antes del plástico y los caramelos, hubo tierra, fuego y silencio.
Hubo cuerpos reunidos alrededor de una hoguera.
Hubo respeto por la muerte y gratitud por la vida.
Podemos recuperar ese sentido ancestral de maneras simples:
encendiendo una vela, dejando una ofrenda, escribiendo una carta a quienes ya no están, o simplemente sintiendo el pulso lento del cuerpo al final del ciclo.
Porque Samhain no fue nunca una noche de terror.
Fue una noche de memoria.
Y tal vez, lo más revolucionario que podamos hacer hoy sea recordar.
Con amor y fuego,
Chiara